HISTORIAS DE LA TABERNA DE SAN MARCOS

Ritzutucakché

Tikal, 736


La luna ya hacía media hora que había hecho acto de presencia y las sombras cada vez se alargaban más y más. Mientrastanto, un numeroso grupo de personas volvía a casa tras un duro día de trabajo en los campos de maíz. Caminaban a buen ritmo y -sin saberlo- estaban dando alcance a Ritzutucakché, un viajero que, como ellos, también se dirigía a la gran ciudad.

Aquel viajero se ayudaba de una larga vara para caminar, y avanzaba con seguridad y sin ninguna prisa. El hombre tenía la sana costumbre de detenerse siempre que descubría algo lo suficientemente interesante, y era entonces cuando tras asegurarse de que nadie lo observaba, sacaba de entre sus atuendos un lápiz y una pequeña libreta, y realizaba unos breves apuntes. Ahora volvía a detenerse, pero esta vez se sentó al borde de la amplia calzada, al distinguir a los suyos en la lejanía.

Pronto llegaron a su altura, y el primero de la comitiva se le acercó para saludarle. Ritzutucakché le devolvió el saludo en el mismo idioma, pero con ese marcado acento suyo extranjero. El resto se limitó a contemplar a aquel hombre que resultaba tan peculiar a sus ojos. Era extraño, no presentaba los rasgos indios autóctonos, ni siquiera el de los pueblos más cercanos, su piel era más clara que las suyas y además era un poco más alto que todos ellos. Pero lo que más sorprendía y le caracterizaba era esa barba que él se dejaba crecer. No hace falta que diga que por allí aquello no era nada común.

Hacía ya tres años desde su misteriosa llegada. Él les había explicado que era un explorador procedente de lejanas tierras y ellos se conformaron con aquello. Cuando desaparecía por unos días (o incluso meses) tampoco se le pedía explicaciones cuando no las quería dar. Porque lo habitual era que al volver explicara sus andanzas y aventuras, que se sentara junto al fuego, y contara aquellas historias que entretenían a niños, jovenes, mayores y ancianos. Hay personas (yo mismo, por ejemplo) que considerarían ese hecho como un acto irresponsable, pero él sabía lo que el futuro le aguardaba a aquellas gentes, y por eso no le importaba, es más, casi lo hacía porque se sentía en deuda con ellos, como si con aquello ayudara a reparar el daño que inevitablemente algún día padecerían.

- - - - - - - - - - - - - - - - -

Un rato más tarde, el grupo hacía su entrada en Tikal y empezaba a disolverse. Ritzutucakché hizo lo propio y encaminó sus pasos hacia su pequeño hogar, una confortable choza cercana al centro de la ciudad.

Poco antes de llegar vislumbró en una esquina una joven prostituta. Ella le sonrió esforzándose en parecer seductora. La joven vestía unos sucios harapos y su mirada era triste, muy triste. Nuestro protagonista se limitó a mirarla por unos instantes y cuando se hubo quedado con su cara prosiguió su camino. La india, decepcionada, bajó la calle y se introdujo en la taberna.

Cuando llegó a casa, empujó la puerta y entró, cerrando la puerta tras él y asegurándose después de que todas las cortinas estuvieran echadas. Se hizo con una papaya y empezó a mordisquearla, riquísima. Sonrió satisfecho, pues volvía a estar en casa y con la cabeza repleta de buenas ideas. Pensando esto, retiró una estera del suelo, dejando a la vista una caja dorada...

De la caja sacó un montón de pergaminos con bocetos y mapas dibujados, además de algo desconocido por aquel entonces, aunque de lo más cotidiano en la época de la que procedía: un portátil. Sobre la mesa también dispuso su bloc y empezó a hojear sus más recientes notas, que correspondían a su exploración a Kaminaljuyu. Encendió su computadora y empezó a escribir las primeras líneas de su nueva aventura.

Daniel Cárdenas



[Sumario de SQ]